No
creo haber sido especialmente niñero. Y tampoco pensé mucho a la hora de tener
hijos. Siempre he pensado que me hubiera dado igual tenerlos o no. Mi matrimonio
hubiera sido más o menos igual, con más sexo y más dinero eso si, y seguramente
mi vida hubiera sido igual de completa y me hubiera sentido igual de realizado.
De hecho, cuando me casé, había una posibilidad cierta y real de que fuera estéril,
por haber pasado la brucelosis.
Pero
tuve hijos. Y los hijos pillan de improviso a todo el mundo. Estoy seguro de
que a nadie le han advertido de que significa realmente tener hijos. Nadie te
puede explicar que los hijos son sobre todo una trampa mental, un freno siempre
presente en tu cabeza que no hay forma de sacarlo y que condiciona hasta tus
ilusiones y pensamientos.
Al
principio, tener hijos, te da una cierta satisfacción. Sentir que eres capaz de
educarlos, que no son unos malditos bastardos sino que saben decir por favor y
gracias, que empiezan a leer balbuceantes y luego leen de corrido, que aprenden
a razonar… Tiene gracia.
Pero
todo se acaba. Llega un momento en que después de haber tenido un par de
conversaciones interesantes con tus hijos, dejan de tener gracia. Porque ahora,
lo que les falta, es que la vida les pula. Que se lleven palos en campos
diversos: el amor, los estudios, las amistades… que se den cuenta que nada es
absoluto y que tienen que aprender a relativizar y subordinar.
Y
mientras llegan a eso, son desagradables.
Mis
hijos tienen casi 19 y casi 16. Y me sobran. Ya no tienen ningún interés para mí
y yo ningún interés para ellos. Son unas personas a las que no invitaría a
cenar. No me apetece hablar con ellos. No es que sean malos, es que están en
otro nivel. Y como están en otro nivel, no tenemos casi nada en común, no estamos
en la misma onda.
Está
claro que tengo la obligación de criarlos y educarlos, pero en este momento es
la vida la que les ha de enseñar lo que les falta, y es un proceso que yo ya he
pasado, mis amigos son otra gente, con otras vivencias y otros intereses. Y con
ellos hay un muro inquebrantable que separa nuestros puntos de vista, y hace
horrible cualquier conversación. Por que yo ya estoy de vuelta y ellos están yendo.
Y mi experiencia no les aporta nada, porque eran otros tiempos y porque nadie
escarmienta en cabeza ajena.
Olvidémonos
del cariño y demás zarandajas, hoy por hoy tengo en casa dos parásitos que
necesitan salir y espabilarse. Y a mi me molestan y estorban y yo les molesto y
estorbo a ellos.
Y
esto es así para todos los progenitores del mundo, se pongan como se pongan.