lunes, 16 de septiembre de 2019

Cuando los hijos ya no molan


No creo haber sido especialmente niñero. Y tampoco pensé mucho a la hora de tener hijos. Siempre he pensado que me hubiera dado igual tenerlos o no. Mi matrimonio hubiera sido más o menos igual, con más sexo y más dinero eso si, y seguramente mi vida hubiera sido igual de completa y me hubiera sentido igual de realizado. De hecho, cuando me casé, había una posibilidad cierta y real de que fuera estéril, por haber pasado la brucelosis.
Pero tuve hijos. Y los hijos pillan de improviso a todo el mundo. Estoy seguro de que a nadie le han advertido de que significa realmente tener hijos. Nadie te puede explicar que los hijos son sobre todo una trampa mental, un freno siempre presente en tu cabeza que no hay forma de sacarlo y que condiciona hasta tus ilusiones y pensamientos.
Al principio, tener hijos, te da una cierta satisfacción. Sentir que eres capaz de educarlos, que no son unos malditos bastardos sino que saben decir por favor y gracias, que empiezan a leer balbuceantes y luego leen de corrido, que aprenden a razonar… Tiene gracia.
Pero todo se acaba. Llega un momento en que después de haber tenido un par de conversaciones interesantes con tus hijos, dejan de tener gracia. Porque ahora, lo que les falta, es que la vida les pula. Que se lleven palos en campos diversos: el amor, los estudios, las amistades… que se den cuenta que nada es absoluto y que tienen que aprender a relativizar y subordinar.
Y mientras llegan a eso, son desagradables.
Mis hijos tienen casi 19 y casi 16. Y me sobran. Ya no tienen ningún interés para mí y yo ningún interés para ellos. Son unas personas a las que no invitaría a cenar. No me apetece hablar con ellos. No es que sean malos, es que están en otro nivel. Y como están en otro nivel, no tenemos casi nada en común, no estamos en la misma onda.
Está claro que tengo la obligación de criarlos y educarlos, pero en este momento es la vida la que les ha de enseñar lo que les falta, y es un proceso que yo ya he pasado, mis amigos son otra gente, con otras vivencias y otros intereses. Y con ellos hay un muro inquebrantable que separa nuestros puntos de vista, y hace horrible cualquier conversación. Por que yo ya estoy de vuelta y ellos están yendo. Y mi experiencia no les aporta nada, porque eran otros tiempos y porque nadie escarmienta en cabeza ajena.
Olvidémonos del cariño y demás zarandajas, hoy por hoy tengo en casa dos parásitos que necesitan salir y espabilarse. Y a mi me molestan y estorban y yo les molesto y estorbo a ellos.
Y esto es así para todos los progenitores del mundo, se pongan como se pongan.