-Y cómo bailaba
tango…
Me lo repetía y
yo no acababa de asimilar la imagen que tenía de él con la del bailarín de
tango del que hablaba ella. Con, todavía, un resto de lujuria en la voz.
Ella, Adela,
andaba por los 70. El cáncer, sin tratar, la tenía cerca de la muerte. El,
Tello, había muerto 10 años atrás. Y desde entonces ella esperaba la muerte.
Deseaba la muerte. Para reunirse con él. Y ahí, mientras moribundia, había ido
yo a verla, para despedirme, y para que volviera a contarme su historia.
Adela le conoció
en las fiestas de los pueblos. En el norte profundo, las fiestas de los pueblos
eran allá por los años 60 el único sitio donde los jóvenes podían conocerse. Y
bailaban. Tello era un gran bailarín de tango.
Los dos eran de
la misma zona, ella era joven y el también. Y bailaron tango, uno tras otro, de
fiesta en fiesta, de pueblo en pueblo.
Y ella se quedo
embarazada.
Aquello en
aquella época era una maldición, una condena social. El se desentendió de aquel
“problema”. Ella cargo sola con todo.
A los pocos
años volvieron a coincidir, en otra fiesta. El volvió a sacarla a bailar. Y se
repitió la historia…
Cuando ella se vio
embarazada por segunda vez, decidió poner remedio. Así que tomo a Tello del
brazo y lo llevo a la ermita del santo del lugar.
-“Aquí mismo
delante del Santo, te juro que si te casas conmigo, nunca te faltara de nada. Y
nunca tendrás que trabajar. Yo me ocuparé de todo.”
Entonces Tello,
claro, ante semejante oferta se casó. Reconoció a sus hijos y accedió al
matrimonio.
Adela fue una
mujer de palabra. Llevaba la casa, las tierras, el ganado. Montó una pequeña
tienda. La tienda hacía de bar. Ella era la encargada de atender a los partos,
de mujeres o de vacas, ponía inyecciones, a personas y animales, coordinaba las
tareas de la comunidad. Y si hacía falta también hacia maleficios y conjuros
varios.
El no hacía nada.
La gente de la
zona hablaba y murmuraba. Pero ellos siguieron su vida, ella sin parar de trabajar
y él mirando todo con chulería, desde un velo acuoso que el alcohol le iba
poniendo en la mirada.
Recuerdo cuando
yo era pequeño, me mandaban a la tienda a comprar: tres botellas de vino, una
caja de galletas y un bote de colacao. Yo iba y en la barra estaba acomodado
Tello, que empezaba a echar tripa y tenía los colores propios de los que privan
en exceso…
-“Buenas tardes
Tello, ¿cómo está?, me mandan a por tres botellas de vino, una caja de
galletas, un bote de colacao y un paquete de Super46”. (El paquete de Super 46
era, Winston de contrabando, que yo compraba como si fuera para casa pero luego
trapicheaba con los mayores de la pandilla que querían fumar y no podían
comprar. Inconvenientes de que todo el pueblo se conociera)
Y Tello estaba
de pie, al lado de todas las mercancías, que tenía que moverse medio metro para
coger todo. Y aún así, levantaba la voz y gritaba:
-“¡Adelaaaa!”.
Y a los diez
minutos aparecía Adela, secándose las manos si venía de ordeñar, o de escardar
patatas o de lo que fuera. Ella se encargaba de ponerte todo y cobrarte.
Y aún al pasar
le había dado un beso a su marido.
Su marido al
que tu habías estado mirando diez minutos pensando en que qué tendría ese
cabrón para estar con ella. Que le vería ella, para soportar a ese parásito.
Tello dedicaba
su vida a la pesca, a andar por el monte, a beber, incluso hubo una época en
que se dedico a la política y llegó a ser un procer local, pero incluso eso le parecía demasiado trabajo. Sólo podía dedicarse a divertirse. Mientras ella
cuidaba la hacienda, la familia, el negocio, incluso la familia política que
pasaba temporadas con ellos. Y sacaba tiempo para todo. Y dinero para darle a
su marido, y para pagar la carrera a los hijos.
Poco a poco, la
cirrosis, como no podía ser de otra forma, empezó a destrozar a Tello, el
alcoholismo hizo mella en su cuerpo. Estuvo muy mal, al borde de la muerte
esperando un trasplante que nunca llegó. Ella lo velaba y lo cuidaba. Anegada
en una pena inconsolable.
Y cuando murió,
ella empezó a decaer. Hasta entonces se había conservado casi como de joven.
Recuerdo que cuando me enteré de su edad me quedé alucinado. Le echaba decenas
menos…
Ya nada pudo
consolarla luego. No admitió que nadie le dijera nada, que nadie intentara
abrirle los ojos. Ella seguía recordando al bailarín de tango que la enamoró. Y
cuando me conto su historia, semanas antes de morir, no había reproche en su
voz. No le importaba lo que dijeran.
Yo no le dije
nada. Porque yo no soy quién para juzgar nada.
Pero espero que
estén juntos, y bailen tango.