miércoles, 15 de enero de 2014

Yo y mis gayumbos


Tengo alguna pequeña manía que hace mi vida más entretenida. La de la ropa interior es una de ellas.

Cualquier hombre llega un día en que tiene que decidir qué tipo de ropa interior usa. Hoy hay una variedad alucinante, pero cuando yo llegue a esa edad, sólo había dos opciones, o los ceñidos UHF (Un Huevo Fuera, más conocidos por slip) o los que eran más grandes.

Yo elegí los grandes.

Y busque los cada vez más grandes. No los tipo “pantalón de deporte” que son una cosa horrorosa, porque andas y empiezan a trepar por tu muslo hasta hacer un rollo de tela justo en la ingle, no. Los grandes pero que van ceñidos al muslo. Tipo pantalón de ciclista.

Y encontré los que me iban. Y fui feliz. Y me compraba siempre la misma marca y el mismo modelo de calzoncillos.

De hecho, con el tiempo, cuando estaba en la universidad, tuve un compi catalán, de la zona donde hay un montón de fábricas de ropa. Y me fui algún fin de semana a su casa, y llegué a estar en casa de los dueños de la fábrica de mis calzoncillos.

Conocer a los que te fabrican los calzoncillos te da una seguridad muy grande en la vida.

Pero con el tiempo, esos simpáticos empresarios catalanes cerraron la línea de fabricación de calzoncillos y se dedicaron sólo a la ropa interior de mujer.

Y me dejaron abandonado.                                         

Comenzó ahí un largo peregrinaje en busca de marcas, modelos y formas que supuso todo un calvario. Coincidió además que los fabricantes empezaron a escatimar la tela y acortar las perneras de los calzoncillos. Así que cada vez era más difícil encontrar de los míos.

Inciso: Afortunadamente, hoy en día, mis viajes por el mundo me han permitido comprar ropa en Estados Unidos, donde hay de todo. Y ahí volví a encontrar calzoncillos hasta la rodilla. Y a ser feliz.

En la empresa donde curro, los lunes, en la oficina hace un frio del carajo. Tras dos días sin calefacción, en medio del páramo, hasta bien entrada la mañana, no hay quien aguante.

Y un día, La Parienta me regalo unos calzoncillos “marianos”, o sea hasta el tobillo. “Toma, para que los lunes no pases frio”.

Así, los calzoncillos largos entraron en mi vida, gracias a La Parienta, como el helado de turrón y las gafas de sol.

Los calzoncillos largos fueron un descubrimiento. Te los pones y te sientes…diferente. Más hombre. Supongo que es lo que sienten las tías cuando se ponen un conjunto de lencería de la de días especiales (especiales por buenos, no por malos). Vas por ahí sintiéndote Clint Eastwood, de la misma raza que los que colonizaron el oeste. Además tiene dos ventajas adicionales. Por un lado evitas la imagen (reconozcámoslo, penosa) de ese momento en el que te quedas en calzoncillos y calcetines. Con estos es diferente, la imagen cambia. Y por otro, si te pones los calcetines por encima de la pernera del calzoncillo, oh milagro, los calcetines no se caen…

La pena es el precio, claro, valen un montón más que los otros…