El iba a un colegio de niños bien. Sólo niños y sólo bien. O sea. Eran todos cortados por el mismo patrón, con sus zapatos castellanos y su repeinado matutino. Con una uniformidad en el pensamiento que se separaba muy poco de la uniformidad de la vestimenta. No llevaban uniforme porque no hacía falta, todos vestían igual.
Pero él tenía una salida. Tenía una doble vida como el padre de Los Increíbles. Iba a clase por las tardes a la Escuela de Idiomas. La Escuela de Idiomas era un sitio donde coincidía con todo tipo de gente: universitarios, marujas aburridas, currantes con inquietudes y ejecutivos de tercera con ganas de ascender. Era divertido y enriquecedor. Le abría las miras.
Allí la conoció a ella.
Ella era una niña mal. Pero muy mal. Vestía raro y pensaba más raro todavía. No creía en nada ni en nadie, se cuestionaba todo y probaba todo.
Coincidieron en clase y charlaban mucho. Antes, durante y después de las clases. Empezaron a quedar. Tomaban cafés y se contaban historias. El de su colegio de niños bien y ella de su Instituto Mixto no sé cuantos. Y de libros, y de la vida, y del futuro.
Cada vez quedaban con más frecuencia y hablaban más. Y cada vez él estaba más sorprendido y más asustado de ella. Era otro mundo, aunque apenas tenían 16 años, él veía que los separaba una distancia insalvable.
Un día, al anochecer, en un legendario café de aquella Vetusta, ella muerta de nervios y vergüenza le confesó: “es que creo que me he enamorado de ti y, a lo mejor, tú te has enamorado de mi…”. El no sabía cuáles eran sus sentimientos. Pero si que sabía lo grande que era el abismo que les separaba…negó con la cabeza porque no le salía la voz.
“Dame un beso” dijo ella. El se inclinó y la besó en la mejilla. Ella negó, casi imperceptiblemente, con la cabeza y estiró el cuello. El se inclinó y la besó en los labios, muy lento y muy dulce.
El temblaba, fue su primer beso.
Y fue un beso de despedida.
Pero él tenía una salida. Tenía una doble vida como el padre de Los Increíbles. Iba a clase por las tardes a la Escuela de Idiomas. La Escuela de Idiomas era un sitio donde coincidía con todo tipo de gente: universitarios, marujas aburridas, currantes con inquietudes y ejecutivos de tercera con ganas de ascender. Era divertido y enriquecedor. Le abría las miras.
Allí la conoció a ella.
Ella era una niña mal. Pero muy mal. Vestía raro y pensaba más raro todavía. No creía en nada ni en nadie, se cuestionaba todo y probaba todo.
Coincidieron en clase y charlaban mucho. Antes, durante y después de las clases. Empezaron a quedar. Tomaban cafés y se contaban historias. El de su colegio de niños bien y ella de su Instituto Mixto no sé cuantos. Y de libros, y de la vida, y del futuro.
Cada vez quedaban con más frecuencia y hablaban más. Y cada vez él estaba más sorprendido y más asustado de ella. Era otro mundo, aunque apenas tenían 16 años, él veía que los separaba una distancia insalvable.
Un día, al anochecer, en un legendario café de aquella Vetusta, ella muerta de nervios y vergüenza le confesó: “es que creo que me he enamorado de ti y, a lo mejor, tú te has enamorado de mi…”. El no sabía cuáles eran sus sentimientos. Pero si que sabía lo grande que era el abismo que les separaba…negó con la cabeza porque no le salía la voz.
“Dame un beso” dijo ella. El se inclinó y la besó en la mejilla. Ella negó, casi imperceptiblemente, con la cabeza y estiró el cuello. El se inclinó y la besó en los labios, muy lento y muy dulce.
El temblaba, fue su primer beso.
Y fue un beso de despedida.