miércoles, 17 de marzo de 2010

Aquellos maravillosos años

El iba a un colegio de niños bien. Sólo niños y sólo bien. O sea. Eran todos cortados por el mismo patrón, con sus zapatos castellanos y su repeinado matutino. Con una uniformidad en el pensamiento que se separaba muy poco de la uniformidad de la vestimenta. No llevaban uniforme porque no hacía falta, todos vestían igual.
Pero él tenía una salida. Tenía una doble vida como el padre de Los Increíbles. Iba a clase por las tardes a la Escuela de Idiomas. La Escuela de Idiomas era un sitio donde coincidía con todo tipo de gente: universitarios, marujas aburridas, currantes con inquietudes y ejecutivos de tercera con ganas de ascender. Era divertido y enriquecedor. Le abría las miras.
Allí la conoció a ella.
Ella era una niña mal. Pero muy mal. Vestía raro y pensaba más raro todavía. No creía en nada ni en nadie, se cuestionaba todo y probaba todo.
Coincidieron en clase y charlaban mucho. Antes, durante y después de las clases. Empezaron a quedar. Tomaban cafés y se contaban historias. El de su colegio de niños bien y ella de su Instituto Mixto no sé cuantos. Y de libros, y de la vida, y del futuro.
Cada vez quedaban con más frecuencia y hablaban más. Y cada vez él estaba más sorprendido y más asustado de ella. Era otro mundo, aunque apenas tenían 16 años, él veía que los separaba una distancia insalvable.
Un día, al anochecer, en un legendario café de aquella Vetusta, ella muerta de nervios y vergüenza le confesó: “es que creo que me he enamorado de ti y, a lo mejor, tú te has enamorado de mi…”. El no sabía cuáles eran sus sentimientos. Pero si que sabía lo grande que era el abismo que les separaba…negó con la cabeza porque no le salía la voz.
“Dame un beso” dijo ella. El se inclinó y la besó en la mejilla. Ella negó, casi imperceptiblemente, con la cabeza y estiró el cuello. El se inclinó y la besó en los labios, muy lento y muy dulce.
El temblaba, fue su primer beso.
Y fue un beso de despedida.

lunes, 15 de marzo de 2010

Trabajar fuera de la oficina

Los que vamos poco por las oficinas de nuestro trabajo, generamos una ansiedad sin límite entre los curritos con horario y sitio fijo. Entiendo que puede tocar las narices que tú tengas que estar siete horitas sentado en una silla más o menos cómoda y yo no pero ¿qué te hace suponer que no trabajo?. Seguramente el tiempo que yo estoy fuera de la oficina, a la empresa le reporta muchos más beneficios que todo el que tu pierdes ahí sentadito, que si ves mails, que si entras en el Facebook, lees blogs…
El caso es que se produce una especie de cáncer. Un tío empieza a despotricar de los que estamos poco en la oficina, le pica suponer que nos levantamos tarde, llevamos coche de empresa y nos pagan los cafés y las comidas. Así que empieza a rajar. Y eso se va extendiendo. Da igual que empiece con la mala leche un becario de ínfima categoría y tú estés como a doce pasos más arriba en el escalafón. El rumor se generaliza hasta el Gran Jefe.
Y entonces el Gran Jefe (en una de las pocas veces que va a la oficina) decide que hay que controlar a la gente que “estáis” fuera. Ojo, el no se incluye…
La primera medida de control que sufrí en esta mi “empresa imbécil” fue torrarme a llamadas. Cada día o cada dos días me llamaba el jefe o su secre.
-“¿Qué haces?”.
-“Pues en casa, en pijama, tocándome los huevos”.
-“Coño, Gonzalo, no colaboras nada, que tengo a la gente mosqueada…”
-“Pues diles lo que cobro y con eso ya te montan un motín…”
Total que el jefe se desesperó y pasó el asunto a los de Recursos Humanos que después de un montón de reuniones parieron un sistema alucinante.
Yo creo firmemente que ficharon a un esquizofrénico o a alguien con algún tipo de alteración grave. El caso es que nos pasaron a todos (bueno, al Gran Jefe no) los que no íbamos a la oficina, unos cuadernos con las hojas por triplicado. En esas hojas tenias que poner un montón de números, cada día tenía dos o tres números diferentes según lo que hubieras hecho. Cada actividad era un número: visitar a algún cliente, ir a una fábrica, acompañar a un comercial…luego sumabas los del día, luego los de la semana, luego hacías otras operaciones…Una cosa demencial. Las hojas se supone que alguien las analizaba luego. A las tres semanas dejamos de hacerlas…aquello era una locura y no teníamos más que dudas:
-“¿Qué número corresponde a tocarme los huevos en pijama en casa?”
-“Coño Gonzalo, que mala leche te gastas…”
-“Es que me has mandado las hojas de fulanito para que lo controle y pone que esta semana ha sido 22,5 y no sé que es. La semana pasada le salía 43”
-“¿Ha estado en alguna fábrica?”
-“No, ha estado toda la semana en la oficina”
-"¿Estás seguro? "
-“Seguro tenias que estar tu, que estuvo toda la semana contigo en un curso de formación…”
Después de ese intento, vino una aplicación informática igual de demente. Tenias que meter en una especie de agenda virtual tu programación para la semana. Antes del viernes. Luego al empezar la semana, cada tres o cuatro horas el ordenador portátil te iba preguntando que hacías…cuando no lo encendías en un tiempo, acumulabas un retraso tremendo y saltaban las alarmas en la central….llamada de teléfono que os omito porque era lo mismo de siempre (“tocándome los huevos en pijama en casa” y tal).
Por lo menos con todos estos inventos, la gente de la oficina se fue quedando calmada. El Comité de Empresa dejo de fijarse en nosotros y pudimos dedicarnos a cosas importantes y para las que nos pagan. Y no, no estoy encasa tocándome los huevos en pijama.
Hoy estoy en la oficina, escribiendo el blog.