Para mí ya
estaba suficientemente claro el tema. Además no hay mucha duda, cuando uno
tiene pasta puede pedir la luna. Y ellos tenían pasta y querían la luna. Así
que se la íbamos a dar, le íbamos a hacer una instalación de fábula a precio de
oro, poco menos que para usarla de diversión.
Pero no les
valía con lo que les explicaba, los planos y las fotos. Querían que fuera a
verles. Eso te apetece poco cuando te has pegado seis horas de vuelo, llevas un
par de días currando como loco de reunión en reunión y lo único que te resulta
grato es el aire acondicionado y las botellas de agua mineral.
Que lo del
desierto no atrae nada. Y por muy ricos que sean, por muchos petrodólares que
les sobren, yo no quería salir de mi hotel con acceso directo al salón de
reuniones, sin pisar la calle. Pero a veces un algo te dice que si, que hay que
ir. Y esa vez me llegó la señal. Para poder cerrar ese trato, para dejarlo
atado, tenía que ir a su casa. Así lo querían.
Conseguí un
coche con chofer de confianza. Que lo de leer señales en árabe como que no. Y
salí para allí al atardecer. A ver a los ricos de entre los ricos. Mientras el
chofer me lleva, en un todo terreno de lujo. Me cuenta las diferencias entre él
y los que vamos a ver. Los autóctonos. Ellos tienen sanidad gratis, enseñanza
gratis, vivienda gratis. El no tiene nada gratis. Si pierde su empleo tiene un
mes para abandonar el país. Ali, que así se llama el chofer, cuenta las
diferencias en la ley, la diferente ley para unos y otros. Pero Ali es musulmán
estricto y Ali entiende que las cosas son así que a el le toco nacer entre
pobres y a otros entre ricos.
Cuando llegamos
entramos de golpe en otro mundo. No en un mundo de ricos que estén por encima
de nosotros. Es un mundo de ricos que están en otra dimensión. La jaima con
aire acondicionado y alfombrada, las fuentes de fruta fresca, el agua de rosas
para lavarte, tabaco árabe. Plasma descomunal, una chimenea de adorno, música
bajando de Internet por tarifa mega ancha. Café, te y dátiles. Mientras me
invitan, me agasajan y celebran que haya ido, pienso en Ali. Ellos están a años
luz de mí. Pero yo estoy a años luz de Ali. Y Ali está allí, conmigo viendo
todo eso. En un palacio en mitad del desierto.
Ali está
conmigo porque encima los tíos no son unos bordes. No son mala gente. Son
simpáticos, son amables. A mi me tratan a cuerpo de rey y a Ali, mi chofer
pakistaní, también. Y no son mala gente. Y no puedes odiarles.
Después de tres
horas en el palacio, salimos otra vez hacía la ciudad, a mi hotel. Hablo con
Ali. Me cuenta que manda más de la mitad de su sueldo a su familia. Y con eso
viven tres meses, y el puede ahorrar algo para irles a ver una vez al año. A su
mujer y sus cuatro hijos. Un panorama desolador.
Le pregunto si
al menos él tiene una vida cómoda. “No señor, nada cómoda. Vivo en una
habitación compartida, con otros cuatro. Con derecho a ducha”. Después de
invitarle a cenar, seguimos ruta.
Miro por el
techo de cristal del todoterreno. Pienso en Ali que ve a sus hijos una vez al
año. “Ahora por un euro hablo con ellos una hora al día, cuando vine aquí sólo
podía llamarles dos veces al mes”. Ali ha estado conmigo viendo un palacio de
película. Y se me ocurre decirle:
-“Ali, Jesús
que es nuestro Dios y tu profeta dijo que es más fácil para un camello pasar
por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el paraíso”
-“Sí” – me
contesta Ali – “también Mahoma que es el verdadero profeta y el Corán que habla
del verdadero Dios, dicen que de la tierra al cielo se va por una espada.
Cuando pasa un pobre la espada ofrece su hoja, y cuando pasa un rico su filo”.
Nos quedamos en
silencio.
“Pero- continua
Ali- a veces pienso que eso son excusas para que no cojamos un Kalasnikov y lo
arreglemos nosotros”
Ali se para a
rezar en una mezquita, a la orilla de la carretera. Yo me quedo fuera. Paseando
sobre la arena del desierto. A la luz de las estrellas. Pienso en mi familia y
mis hijos. Pienso en Ali, que ve a los suyos una vez al año.
Y siento unas
ganas enormes de llorar.