Cuando una multinacional compra una empresa, por diversas circunstancias que no vienen al caso, les gusta dejar un 1 ó 2% de acciones en manos que no sean suyas. Se crea así una categoría de “rentistas” que son un pequeño embrollo en las empresas.
Son una gente que tienen una renta garantizada y que no pueden opinar ni cambiar nada, pero que no queremos que toquen los huevos en las juntas y demás. Así que hay que procurar tenerles contentos.
En algunos casos han hecho autenticas fortunas, se han forrado tipos gracias a conservar por ejemplo un 1% de “Callicida Pepe” que la compro una farmacéutica española y esa a su vez una multinacional de la leche y ahora son los dueños de un pequeño tesoro.
En el caso que nos ocupa, el elemento en cuestión es conocido como “El yayo”. Este hombre, de familia rica se hizo todavía más rico quedándose como socio de la empresa imbécil en que trabajo. Ahora mismo, en una edad provecta, no se dedica a nada. De joven tampoco pero entonces hacía proyectos. Soltero y sólo en la vida, vive con un ama de llaves de película de terror y un chofer-secretario-guardaespaldas del este, que no habla y mira muy mal. Siempre hacemos chistes sobre la juventud juerguista que debió pasar y como supo mantenerse soltero y sin hijos, sin obligaciones para seguir la farra hasta el final.
Como parte de las obligaciones de mi trabajo, está el ir a despachar con él cada 6 meses, es una obligación en la que nos vamos turnando. Consiste en alquilar un coche de mil pares (al yayo le encantan los coches), ir a verle a dónde este (alterna diferentes residencias), merendar con él y darle un paseo. Hacemos bromas acerca de la relación que mantiene con la mucama y fantaseamos con llevarle a un puticlub, donde imaginamos que todos le conocen…
Con todo esto, lo único que pretendemos es que no de guerra…bueno y algo más. Todos no comemos el tarro pensando en a quien dejara su herencia, sin familia, sin amigos…hay que vigilar no caiga en manos de algún desaprensivo, bancos o fondos de inversiones por ejemplo…
Me tocaba y yo no me acordaba. Así que un día llego el jefe con un Porsche Cayenne y me mando a buscar a “El yayo”. Alucine con el buga, 340 c.v. y cambio automático con modo deportivo… Casi no me importó que estuviera el hombre a 5 horas de viaje. Cogí el cochazo y me plante en la cara norte del Guadarrama en un visto y no visto.
Cuando lo recogí se noto que le gustaba el carro. Antes de que le pudiera invitar a merendar me soltó:
-¿Con este coche tan majo, podría llevarme a Santa María la Real de Nieva?
-Donde quiera yayo
Y allí iba yo apretando el pedal. “El yayo” empezó a hablar. Es raro porque suele ir callado. Me contó que era el pueblo dónde había nacido, que hacía veinte años que no iba por allí y como recordaba su infancia, una época feliz.
Me sentía un poco raro, la conversación se estaba poniendo personal, íntima…
Al llegar dimos un paseo sin bajar del coche. Me fue contando la historia de las casas del pueblo.
-¿Me llevaría a Juarros?
Y allí fuimos, contaba sus vacaciones y la época de matanza, contaba y contaba historias y yo me iba poniendo nervioso. La conversación se estaba poniendo demasiado personal. Para mí, “El yayo”, siempre había sido un saco de huesos con un montón de millones y una vida de presunto libertinaje. Un niño pijo sin fondo, sólo era una cifra en las reuniones de la Junta, y ahora estaba cogiendo forma. Persona y alma.
-¿Podemos ir a El Espinar?
-Pero Yayo, que es muy tarde…
-Es igual, hijo (nunca nos tuteaba), ya duermo muy poco…
Y se nos hizo de noche en la carretera y “El Yayo” iba desgranando sus recuerdos.
Al final no pude más y le pregunté:
-Oiga Yayo, está hoy muy hablador…¿por qué me cuenta todo esto?.
Se giro para mirarme y me empezó a explicar.
Me contó que ese era un viaje de despedida, que sabía que nunca iba a volver por allí y que suponía que en uno o dos años se iba a morir. Habló de cómo sus recuerdos y su vida entera iban a morir con él. Contó lo que le hubiera ilusionado formar una familia, pero una enfermedad hereditaria, que transmitiría a su descendencia, le había quitado las ganas de tener hijos, me dijo que todos los que le rodeaban sólo buscaban su dinero, que su dinero además se iba a ir a una fundación que investigaba esa enfermedad y acabó diciendo:
-Hijo, creo que tú eres un poco más sensato que los demás, y no quería morirme sin que nadie supiera las nanas que me cantaba mi madre o cómo eran los chistes con los que me reía en el año 30…
Se me hizo un nudo en la garganta y paré el coche. Me baje y respiré hondo. El se bajo y aprovechó para mear. Me cagué en todos los chistes que habíamos hecho sobre el abuelo libertino y en todas las veces que nos reímos pensando en su libertinaje…
Me juré a mi mismo que no iba a pasar ningún informe de la visita y que no diría nada, nunca más, de él. Cuándo lo dejé en el balneario en que estaba alojado (cerca de las dos de la mañana, con gran nerviosismo de su servicio) al hombre se le veía contento.
Yo llevaba media hora pensando como despedirme. No sabía que decir.
-Yayo, esto…
Me acerque y le di un beso. Me fui sin mirar atrás.
Son una gente que tienen una renta garantizada y que no pueden opinar ni cambiar nada, pero que no queremos que toquen los huevos en las juntas y demás. Así que hay que procurar tenerles contentos.
En algunos casos han hecho autenticas fortunas, se han forrado tipos gracias a conservar por ejemplo un 1% de “Callicida Pepe” que la compro una farmacéutica española y esa a su vez una multinacional de la leche y ahora son los dueños de un pequeño tesoro.
En el caso que nos ocupa, el elemento en cuestión es conocido como “El yayo”. Este hombre, de familia rica se hizo todavía más rico quedándose como socio de la empresa imbécil en que trabajo. Ahora mismo, en una edad provecta, no se dedica a nada. De joven tampoco pero entonces hacía proyectos. Soltero y sólo en la vida, vive con un ama de llaves de película de terror y un chofer-secretario-guardaespaldas del este, que no habla y mira muy mal. Siempre hacemos chistes sobre la juventud juerguista que debió pasar y como supo mantenerse soltero y sin hijos, sin obligaciones para seguir la farra hasta el final.
Como parte de las obligaciones de mi trabajo, está el ir a despachar con él cada 6 meses, es una obligación en la que nos vamos turnando. Consiste en alquilar un coche de mil pares (al yayo le encantan los coches), ir a verle a dónde este (alterna diferentes residencias), merendar con él y darle un paseo. Hacemos bromas acerca de la relación que mantiene con la mucama y fantaseamos con llevarle a un puticlub, donde imaginamos que todos le conocen…
Con todo esto, lo único que pretendemos es que no de guerra…bueno y algo más. Todos no comemos el tarro pensando en a quien dejara su herencia, sin familia, sin amigos…hay que vigilar no caiga en manos de algún desaprensivo, bancos o fondos de inversiones por ejemplo…
Me tocaba y yo no me acordaba. Así que un día llego el jefe con un Porsche Cayenne y me mando a buscar a “El yayo”. Alucine con el buga, 340 c.v. y cambio automático con modo deportivo… Casi no me importó que estuviera el hombre a 5 horas de viaje. Cogí el cochazo y me plante en la cara norte del Guadarrama en un visto y no visto.
Cuando lo recogí se noto que le gustaba el carro. Antes de que le pudiera invitar a merendar me soltó:
-¿Con este coche tan majo, podría llevarme a Santa María la Real de Nieva?
-Donde quiera yayo
Y allí iba yo apretando el pedal. “El yayo” empezó a hablar. Es raro porque suele ir callado. Me contó que era el pueblo dónde había nacido, que hacía veinte años que no iba por allí y como recordaba su infancia, una época feliz.
Me sentía un poco raro, la conversación se estaba poniendo personal, íntima…
Al llegar dimos un paseo sin bajar del coche. Me fue contando la historia de las casas del pueblo.
-¿Me llevaría a Juarros?
Y allí fuimos, contaba sus vacaciones y la época de matanza, contaba y contaba historias y yo me iba poniendo nervioso. La conversación se estaba poniendo demasiado personal. Para mí, “El yayo”, siempre había sido un saco de huesos con un montón de millones y una vida de presunto libertinaje. Un niño pijo sin fondo, sólo era una cifra en las reuniones de la Junta, y ahora estaba cogiendo forma. Persona y alma.
-¿Podemos ir a El Espinar?
-Pero Yayo, que es muy tarde…
-Es igual, hijo (nunca nos tuteaba), ya duermo muy poco…
Y se nos hizo de noche en la carretera y “El Yayo” iba desgranando sus recuerdos.
Al final no pude más y le pregunté:
-Oiga Yayo, está hoy muy hablador…¿por qué me cuenta todo esto?.
Se giro para mirarme y me empezó a explicar.
Me contó que ese era un viaje de despedida, que sabía que nunca iba a volver por allí y que suponía que en uno o dos años se iba a morir. Habló de cómo sus recuerdos y su vida entera iban a morir con él. Contó lo que le hubiera ilusionado formar una familia, pero una enfermedad hereditaria, que transmitiría a su descendencia, le había quitado las ganas de tener hijos, me dijo que todos los que le rodeaban sólo buscaban su dinero, que su dinero además se iba a ir a una fundación que investigaba esa enfermedad y acabó diciendo:
-Hijo, creo que tú eres un poco más sensato que los demás, y no quería morirme sin que nadie supiera las nanas que me cantaba mi madre o cómo eran los chistes con los que me reía en el año 30…
Se me hizo un nudo en la garganta y paré el coche. Me baje y respiré hondo. El se bajo y aprovechó para mear. Me cagué en todos los chistes que habíamos hecho sobre el abuelo libertino y en todas las veces que nos reímos pensando en su libertinaje…
Me juré a mi mismo que no iba a pasar ningún informe de la visita y que no diría nada, nunca más, de él. Cuándo lo dejé en el balneario en que estaba alojado (cerca de las dos de la mañana, con gran nerviosismo de su servicio) al hombre se le veía contento.
Yo llevaba media hora pensando como despedirme. No sabía que decir.
-Yayo, esto…
Me acerque y le di un beso. Me fui sin mirar atrás.