Salgo de casa
como cada día. A las 6 y 20 de la madrugada. Para ir al garaje, recoger a mis
compis y a las 7 entrar al reino del pollo frito.
Ahora en verano
sales ya con luz de día. Y aquí en Vetusta, es de las pocas horas del día en
que se puede respirar. Normalmente, en mi barrio, en todo el año nos movemos a
esa hora las mismas personas. El que lleva el pan, la que va a limpiar el bar y
dos o tres que curramos a esa hora infernal.
Pero hoy hay
algo diferente. Los veo justo en la puerta de la tienda de lámparas.
El es un chico
ni fu ni fa. Más bajo que alto y más gordo que flaco. Tendrá unos 16 o así.
Ella es alta, bastante alta y con melena. Viste con una camiseta y unos
pantalones mínimos. Se le nota que en el escalafón de belleza está unos cuantos
pisos por encima de él.
No le veo la
cara.
No le veo la
cara porque el está, con todo el cuello estirado, tapándosela con la suya. Y
explorando sus molares con la lengua. Y con una mano la aprieta de la espalda,
mientras la otra se aventura a bajar, y está ya en el límite de la piel y el
short.
Ha pillado.
Ha pillado, yo
creo que muy por encima de sus expectativas. Esa noche le ha salido bien, ha
estado inspirado y se ha llevado a la reina del baile.
Y se aplica a ello como si no hubiera mañana. Porque sabe que, seguramente no hay mañana.
Y se aplica a ello como si no hubiera mañana. Porque sabe que, seguramente no hay mañana.
Cojo el coche y
salgo del garaje. Mis compis suben. Dos de ellos han venido por el mismo camino
que yo, los han visto seguro.
Doy un pequeño
rodeo para pasar otra vez delante de ellos. Allí siguen. Y seguramente aún
seguirán un rato más. Y no creo que lleguen a más. Casi seguro que no tienen dónde.
Así que todo se quedará en eso.
Y creo que estoy viejo porque será un rollo y
será frustrante y lo que quieras. Pero recuerdo con cariño cuando los besos
duraban horas y horas. Cuando se empañaban los cristales y se entumecían los
labios. Cuando el roce y el sobiqueo se prolongaba hasta el infinito. Aunque
fuera porque no podías hacer nada más.
Y una de mis
compañeras, también de mi edad, los ha
mirado, mientras esperábamos que se pusiera verde el semáforo, y ha dicho: “que
envidia”.