Cuando llegaba
el verano se iniciaba una ruta de cumplimientos sociales. Después de la reunión
de las familias, cuando ya estaba todo el mundo, se empezaba una ruta de
visitas, más o menos ordenada, de unas a otras. Así cada familia iba poniéndose
al día de lo que pasaba o había pasado en las otras, nacimientos,
fallecimientos, noviazgos y enemistades se hacían públicos con este sistema.
Algunas visitas
eran sólo de cumplido. Eran a gente que ya no tenía novedades. Viudas solas,
últimos vástagos…gente que no contaba nada nuevo.
Un día mi
abuela nos encomendó a mi primo y mí que
hiciéramos una de estas visitas. Alguien de la familia tenía que ir, y no iba a
ser ella. Así que allí nos mando, teníamos 16 y obedecimos porque a nuestra
abuela y matriarca de la familia no se le podía desobedecer. Pero además nos
dijo con una sonrisa que si le caíamos bien a la señora, tendríamos un premio…
Anduvimos una
hora por el monte hasta llegar a la casa en cuestión. Allí nos presentamos a
una vieja de edad infinita que nos recibió y nos pasó a la sala de las visitas.
Y aprovechando que tenía audiencia, empezó a contarnos su vida. No era nada
extraordinario, una emigración a Cuba, como en todas las familias del valle, y
allí un matrimonio, éxito, dinero… y entonces la revolución que acabó también
con ese sueño.
Mi primo pasaba
olímpicamente de una historia que aburría por lo común que era, miraba por la
ventana. Yo pujaba por no dormirme, después de tres horas de charla, sin
entender porque nos había castigado mi abuela…
Y entonces un
apellido disparo las alarmas en mi cerebro. Pregunté para corroborar que estaba
emparentada con aquel nombre de las leyendas de los emigrantes.
-“Claro, ¿no te
digo que mi marido era el heredero?”
Ahí es nada. Su
marido era de la principal familia del negocio del ron de caña, los gallegos
que primero triunfaron en aquel mundo, los que descubrieron aquel mundo.
Y entonces
sucedió.
-“De lo poco
que pudimos sacar de la isla, cuando la revolución fueron unas botellas de la
reserva de la familia. Me queda ya muy poco, casi nada. ¿Queréis probar un
poco?.”
Menudo ofrecimiento...
Ese era el premio que nos había dicho mi abuela. Ron del autentico, hecho en Cuba por
los que lo descubrieron. Del que se hizo antes de que Fidel naciera, que es
como definían los expulsados al buen ron.
Mi primo,
rápidamente incorporado al asunto, y yo, seguimos el complejo proceso que
siguió. Se fue a sabe Dios qué escondrijo y de allí vino con una botella casi
esférica, como de medio litro. Con calor de un vela fue fundiendo el lacre que
la sellaba y luego con cuidado extremo retiro la caña prensada del gollete.
Entonces en dos vasos fríos sirvió dos dedales de ron pasado a través del
gollete amelazado por el calor sobre la caña y lo dejo reposar mientras hacía
la operación inversa para cerrarlo.
Era increíble.
Una bebida sólo para los elegidos, pasaba la garganta suave como terciopelo y
luego, desde el estómago, te subían oleadas del calor de Cuba. Espectacular.
Volvimos a casa
felices del descubrimiento. Durante días hablamos y contamos cada detalle del
líquido aquel. Recordamos como nos habíamos tragado la conversación hasta que
llego el momento de la invitación mágica.
Al año
siguiente repetimos. Pero no una, tres veces. Siempre la misma historia. Había
que aguantar y soportar la conversación, escuchar ansiosos hasta que a la vieja
le parecía oportuno. Siempre empezaba igual: “…de lo poco que pudimos sacar de
la isla…”
Y cada vez nos
sabía mejor. Nos tragamos historias de cómo ella y su difunto se bañaron
desnudos en una bomba de agua para matar el calor tropical, de cómo vivieron el
principio de la revolución, de su vida acomodada, la muerte de su marido…todo.
Durante 5 ó 6 veranos. Hasta seis visitas en un solo verano. Cada visita tenía
sus prolegómenos y su epílogo. Todo en torno al líquido milagroso.
La vida y la
naturaleza siguen su curso. Y la vieja murió. Y llego un verano, ya estando en
la veintena, en que no teníamos a la vieja para visitarla en busca de nuestra
dosis de Cuba en líquido. Suspirábamos y recordábamos cuando de repente su casa
volvió a habitarse.
Hicimos las
averiguaciones pertinentes. La hija de la vieja había decidido venir a pasar un
verano y recoger la casa de su madre. Organizamos una expedición a toda
pastilla, mi primo y yo. Pensábamos aguantar los lloros y los agobios de la hija y quizá, con suerte, nos
dejara tomar un último trago…
Llegamos a la
casa y la verdad es que fue un poco violento. Después de presentarnos vino algo
así:
-Pues es que solíamos
visitar a tu madre todos lo veranos…
-Ah
-Sentimos mucho
lo de su muerte
-Ya… gracias… ¿queréis
pasar?
No sentamos y
se quedo mirándonos. Y nosotros a ella. Y hablamos algo del tiempo. Estábamos incómodos
los tres.
-¿Queréis tomar
algo?
Aquella era
nuestra oportunidad:
-Pues… no sé si
atreverme…tu madre no daba a veces un vasito de ron, del que guardaba de la
isla
-¡Ah!, vale.
Y vino y nos
puso delante una botella entera. Sin más. Sin tener que escucharla durante
horas, ni hacer que la atendíamos. Sin la ceremonia de la apertura ni contar
los decilitros, sin remover el lacre y volver a cerrarla. Saco dos vasos y nos
dijo que nos sirviéramos.
Nos tomamos un
vaso cada uno y nos fuimos.
Aquel ron era
una puta mierda.