viernes, 5 de abril de 2013

Historias del noroeste, 3


Cuando llegaba el verano se iniciaba una ruta de cumplimientos sociales. Después de la reunión de las familias, cuando ya estaba todo el mundo, se empezaba una ruta de visitas, más o menos ordenada, de unas a otras. Así cada familia iba poniéndose al día de lo que pasaba o había pasado en las otras, nacimientos, fallecimientos, noviazgos y enemistades se hacían públicos con este sistema.

Algunas visitas eran sólo de cumplido. Eran a gente que ya no tenía novedades. Viudas solas, últimos vástagos…gente que no contaba nada nuevo.

Un día mi abuela nos encomendó a mi primo y  mí que hiciéramos una de estas visitas. Alguien de la familia tenía que ir, y no iba a ser ella. Así que allí nos mando, teníamos 16 y obedecimos porque a nuestra abuela y matriarca de la familia no se le podía desobedecer. Pero además nos dijo con una sonrisa que si le caíamos bien a la señora, tendríamos un premio…

Anduvimos una hora por el monte hasta llegar a la casa en cuestión. Allí nos presentamos a una vieja de edad infinita que nos recibió y nos pasó a la sala de las visitas. Y aprovechando que tenía audiencia, empezó a contarnos su vida. No era nada extraordinario, una emigración a Cuba, como en todas las familias del valle, y allí un matrimonio, éxito, dinero… y entonces la revolución que acabó también con ese sueño.

Mi primo pasaba olímpicamente de una historia que aburría por lo común que era, miraba por la ventana. Yo pujaba por no dormirme, después de tres horas de charla, sin entender porque nos había castigado mi abuela…

Y entonces un apellido disparo las alarmas en mi cerebro. Pregunté para corroborar que estaba emparentada con aquel nombre de las leyendas de los emigrantes.

-“Claro, ¿no te digo que mi marido era el heredero?”

Ahí es nada. Su marido era de la principal familia del negocio del ron de caña, los gallegos que primero triunfaron en aquel mundo, los que descubrieron aquel mundo.

Y entonces sucedió.

-“De lo poco que pudimos sacar de la isla, cuando la revolución fueron unas botellas de la reserva de la familia. Me queda ya muy poco, casi nada. ¿Queréis probar un poco?.”

Menudo ofrecimiento... Ese era el premio que nos había dicho mi abuela. Ron del autentico, hecho en Cuba por los que lo descubrieron. Del que se hizo antes de que Fidel naciera, que es como definían los expulsados al buen ron.

Mi primo, rápidamente incorporado al asunto, y yo, seguimos el complejo proceso que siguió. Se fue a sabe Dios qué escondrijo y de allí vino con una botella casi esférica, como de medio litro. Con calor de un vela fue fundiendo el lacre que la sellaba y luego con cuidado extremo retiro la caña prensada del gollete. Entonces en dos vasos fríos sirvió dos dedales de ron pasado a través del gollete amelazado por el calor sobre la caña y lo dejo reposar mientras hacía la operación inversa para cerrarlo.

Era increíble. Una bebida sólo para los elegidos, pasaba la garganta suave como terciopelo y luego, desde el estómago, te subían oleadas del calor de Cuba. Espectacular.

Volvimos a casa felices del descubrimiento. Durante días hablamos y contamos cada detalle del líquido aquel. Recordamos como nos habíamos tragado la conversación hasta que llego el momento de la invitación mágica.

Al año siguiente repetimos. Pero no una, tres veces. Siempre la misma historia. Había que aguantar y soportar la conversación, escuchar ansiosos hasta que a la vieja le parecía oportuno. Siempre empezaba igual: “…de lo poco que pudimos sacar de la isla…”

Y cada vez nos sabía mejor. Nos tragamos historias de cómo ella y su difunto se bañaron desnudos en una bomba de agua para matar el calor tropical, de cómo vivieron el principio de la revolución, de su vida acomodada, la muerte de su marido…todo. Durante 5 ó 6 veranos. Hasta seis visitas en un solo verano. Cada visita tenía sus prolegómenos y su epílogo. Todo en torno al líquido milagroso.

La vida y la naturaleza siguen su curso. Y la vieja murió. Y llego un verano, ya estando en la veintena, en que no teníamos a la vieja para visitarla en busca de nuestra dosis de Cuba en líquido. Suspirábamos y recordábamos cuando de repente su casa volvió a habitarse.

Hicimos las averiguaciones pertinentes. La hija de la vieja había decidido venir a pasar un verano y recoger la casa de su madre. Organizamos una expedición a toda pastilla, mi primo y yo. Pensábamos aguantar los lloros y los  agobios de la hija y quizá, con suerte, nos dejara tomar un último trago…

Llegamos a la casa y la verdad es que fue un poco violento. Después de presentarnos vino algo así:

-Pues es que solíamos visitar a tu madre todos lo veranos…

-Ah

-Sentimos mucho lo de su muerte

-Ya… gracias… ¿queréis pasar?

No sentamos y se quedo mirándonos. Y nosotros a ella. Y hablamos algo del tiempo. Estábamos incómodos los tres.

-¿Queréis tomar algo?

Aquella era nuestra oportunidad:

-Pues… no sé si atreverme…tu madre no daba a veces un vasito de ron, del que guardaba de la isla

-¡Ah!, vale.

Y vino y nos puso delante una botella entera. Sin más. Sin tener que escucharla durante horas, ni hacer que la atendíamos. Sin la ceremonia de la apertura ni contar los decilitros, sin remover el lacre y volver a cerrarla. Saco dos vasos y nos dijo que nos sirviéramos.

Nos tomamos un vaso cada uno y nos fuimos.

Aquel ron era una puta mierda.