lunes, 11 de marzo de 2013

Historias del noroeste, 2


-Y cómo bailaba tango…

 

Me lo repetía y yo no acababa de asimilar la imagen que tenía de él con la del bailarín de tango del que hablaba ella. Con, todavía, un resto de lujuria en la voz.

Ella, Adela, andaba por los 70. El cáncer, sin tratar, la tenía cerca de la muerte. El, Tello, había muerto 10 años atrás. Y desde entonces ella esperaba la muerte. Deseaba la muerte. Para reunirse con él. Y ahí, mientras moribundia, había ido yo a verla, para despedirme, y para que volviera a contarme su historia.

Adela le conoció en las fiestas de los pueblos. En el norte profundo, las fiestas de los pueblos eran allá por los años 60 el único sitio donde los jóvenes podían conocerse. Y bailaban. Tello era un gran bailarín de tango.

Los dos eran de la misma zona, ella era joven y el también. Y bailaron tango, uno tras otro, de fiesta en fiesta, de pueblo en pueblo.

Y ella se quedo embarazada.

Aquello en aquella época era una maldición, una condena social. El se desentendió de aquel “problema”. Ella cargo sola con todo.

A los pocos años volvieron a coincidir, en otra fiesta. El volvió a sacarla a bailar. Y se repitió la historia…

Cuando ella se vio embarazada por segunda vez, decidió poner remedio. Así que tomo a Tello del brazo y lo llevo a la ermita del santo del lugar.

-“Aquí mismo delante del Santo, te juro que si te casas conmigo, nunca te faltara de nada. Y nunca tendrás que trabajar. Yo me ocuparé de todo.”

 

Entonces Tello, claro, ante semejante oferta se casó. Reconoció a sus hijos y accedió al matrimonio.

Adela fue una mujer de palabra. Llevaba la casa, las tierras, el ganado. Montó una pequeña tienda. La tienda hacía de bar. Ella era la encargada de atender a los partos, de mujeres o de vacas, ponía inyecciones, a personas y animales, coordinaba las tareas de la comunidad. Y si hacía falta también hacia maleficios y conjuros varios.

El no hacía nada.

La gente de la zona hablaba y murmuraba. Pero ellos siguieron su vida, ella sin parar de trabajar y él mirando todo con chulería, desde un velo acuoso que el alcohol le iba poniendo en la mirada.

Recuerdo cuando yo era pequeño, me mandaban a la tienda a comprar: tres botellas de vino, una caja de galletas y un bote de colacao. Yo iba y en la barra estaba acomodado Tello, que empezaba a echar tripa y tenía los colores propios de los que privan en exceso…

-“Buenas tardes Tello, ¿cómo está?, me mandan a por tres botellas de vino, una caja de galletas, un bote de colacao y un paquete de Super46”. (El paquete de Super 46 era, Winston de contrabando, que yo compraba como si fuera para casa pero luego trapicheaba con los mayores de la pandilla que querían fumar y no podían comprar. Inconvenientes de que todo el pueblo se conociera)

Y Tello estaba de pie, al lado de todas las mercancías, que tenía que moverse medio metro para coger todo. Y aún así, levantaba la voz y gritaba:

-“¡Adelaaaa!”.

Y a los diez minutos aparecía Adela, secándose las manos si venía de ordeñar, o de escardar patatas o de lo que fuera. Ella se encargaba de ponerte todo y cobrarte.

Y aún al pasar le había dado un beso a su marido.

Su marido al que tu habías estado mirando diez minutos pensando en que qué tendría ese cabrón para estar con ella. Que le vería ella, para soportar a ese parásito.

Tello dedicaba su vida a la pesca, a andar por el monte, a beber, incluso hubo una época en que se dedico a la política y llegó a ser un procer local, pero incluso eso le parecía demasiado trabajo.  Sólo podía dedicarse a divertirse. Mientras ella cuidaba la hacienda, la familia, el negocio, incluso la familia política que pasaba temporadas con ellos. Y sacaba tiempo para todo. Y dinero para darle a su marido, y para pagar la carrera a los hijos.

Poco a poco, la cirrosis, como no podía ser de otra forma, empezó a destrozar a Tello, el alcoholismo hizo mella en su cuerpo. Estuvo muy mal, al borde de la muerte esperando un trasplante que nunca llegó. Ella lo velaba y lo cuidaba. Anegada en una pena inconsolable.

Y cuando murió, ella empezó a decaer. Hasta entonces se había conservado casi como de joven. Recuerdo que cuando me enteré de su edad me quedé alucinado. Le echaba decenas menos…

Ya nada pudo consolarla luego. No admitió que nadie le dijera nada, que nadie intentara abrirle los ojos. Ella seguía recordando al bailarín de tango que la enamoró. Y cuando me conto su historia, semanas antes de morir, no había reproche en su voz. No le importaba lo que dijeran.

Yo no le dije nada. Porque yo no soy quién para juzgar nada.

Pero espero que estén juntos, y bailen tango.