miércoles, 24 de noviembre de 2010

Una comida memorable

He viajado bastante. Y he comido y cenado en sitios de todo tipo y pelaje. Me habré dejado sin ver infinidad de museos, lo reconozco, pero tengo una idea bastante clara de cómo se come en casi todos los sitios que he estado. Porque uno tiene sus vicios.
Y hay sitios que con el tiempo se te han quedado en el recuerdo, si, pero hay otros que desde el momento en que entras sabes que los vas a recordar siempre. Esto paso en Ámsterdam en el Supperclub. Ya conté en una entrada anterior que me había empollado una seria revista gastronómica antes de ir. Hablaba de un sitio donde se comía bien y las camareras llevaban el menú escrito en el cuerpo… Comer en un sitio que se llama Supperclub y las camareras llevan el menú tatuado…puede parecer peligroso (peligro de SIDA, sífilis, ladillas…me refiero). Pero yo tenía una ventaja. En aquel entonces curraba en una empresa que casi todo eran tías. Incluso tenía una jefa (que era el jefe más retorcido que he tenido nunca). Así que yo los viajes los hacía con una tía. Eso tiene ventajas para los dos. Para ella porque podía ir a sitios que mujeres solas seguro que no visitan. Y para mí porque me garantizaba que cualquier farra iba a acabar dentro de los límites aceptables para La Parienta.
Total que le llame y le expliqué el sitio. Acepto ir a comer allí y reserve antes incluso de salir de España.
El día D, salimos del hotel camino al garito, entone el “yo guio” y como siempre…nos perdimos. Mi sentido de la orientación es inexistente. Me habían dicho por teléfono que había que estar allí a las ocho y media de la noche. Sin falta. Llegamos justos. Sobre todo porque habíamos pasado dos veces por delante y no lo habíamos visto, no estaba muy indicado ni tenía ventanas…
Entramos, nos quitaron el abrigo y cerraron la puerta. Nos giramos para ver el local y…alucinamos.
Era una especie de nave industrial pequeñita. Toda en blanco y negro. A lo largo de la pared había una cama gigante. El “acomodador”, nos llevo a un trozo de cama. Nos indico que nos quitáramos los zapatos y nos tumbáramos. Afortunadamente, llevaba los calcetines íntegros….
Una camarera, vestida con traje largo y con delantal de “Möet-Chandon” (lo tendría mal para desnudarse y enseñar el menú pensé) nos puso una mesita en medio con una botella de agua de diseño encima y se tumbo a mi lado. Preguntó en qué idioma queríamos hablar (inglés, francés, alemán, holandés…) y luego qué tipo de vino queríamos.
Llegados aquí, no me aguante y le pregunte que como funcionaba eso, que dónde estaba la carta y que antes del vino sería bueno ver que había de comer. Podéis pensar lo que queráis, lo hice sólo por el hambre ¿eh?.
Total que se descojono de risa, pero con educación, pregunto si éramos alérgicos a algo y nos dijo que nos relajáramos, que empezaban…
Lo que siguió fue una experiencia memorable. Creo que no me volveré a ver en otra así…Salió un disk-jockey a una plataforma del centro del local y empezó…aquello.
Aquello consistía en que iba poniendo música, jugaban con las luces e iban sacando platos de comida. Todo a la vez. La música era genial, la comida era buenísima, iba corriendo el vino. La peña se iba relajando, los hombre empezábamos a aflojarnos el cinturón y las mujeres dejaron de preocuparse por haber ido con falda…El ambiente era agradable, desde jóvenes estudiantes celebrando algo hasta nosotros, dos currantes españoles en viaje de negocios. Empezamos muy formales todos, acabo con la gente bailando, retozando en las camas, fumando porros (¡oh Ámsterdam!) e incluso los camareros participaban de la fiesta.
Actuaciones, música, luces, comida…por en medio venía un masajista y allí mismo te daba un masaje que te dejaba nuevo. En medio de la vorágine vino a saludarnos una camarera que se había enterado de que éramos españoles. Ella era de Santander. Se partió de risa cuando le contamos lo del menú escrito por el cuerpo, aprovecho para decirnos que lo suyo era dejar un 10 ó 15% de propina, y a la pregunta de si me podía llevar la botella de agua nos dijo que era un diseño exclusivo del local y que ni siquiera se vendían. Que sólo estaban para ese restaurante.
La factura fue descomunal, pero entonces teníamos una tarjeta de crédito de la empresa que nadie controlaba demasiado…salimos a la una y media de la mañana pensando si en el curro aceptarían que fuéramos otra vez y sabiendo que nos íbamos a acordar mucho tiempo de esa cena.
Han pasado diez años y sigo acordándome de aquella experiencia. Y la cuento cada vez que alguien me pregunta por la botella de agua esa tan chula que tengo en el salón de casa.