viernes, 15 de julio de 2011

Sorpresas te da la vida

J es un auténtico empresario cabrón. De los de toda la vida. Se monto la empresa desde la nada y luego se transformó en un déspota. Siempre cumple la ley, eso si. Pero ni una coma más allá. No permite que se falte al curro ni un minuto sin justificar, no paga ni un céntimo más de lo que manda el convenio. Gana un pastón, reinvierte lo que no necesita para vivir a cuerpo de rey. En su empresa están contados hasta los bolis, aunque él como con champán francés.
J tenía un amigo, más bien un conocido. No se si se conocieron en una concentración de Porches o de dueños de Harley o en el club de golf. Pero tenían algo así como una amistad. Su amigo era P, no era empresario. Era un superejecutivo, con un sueldazo como para codearse con lo más rico de la sociedad capitalista.
Al amigo P le tocó pagar la crisis. Se vio en la calle a las primeras de cambio. Se imagino que le lloverían las ofertas, no fue así. Nadie llamaba y el tiempo pasaba. Llegaron a pasar los dos años de cobertura máxima del paro. Y se vio sin nada. Sin ningún ingreso en casa.
Entonces llamó a su “algo así como amigo” J y le contó la situación. La empresa de J seguía bien. La mano de hierro en el timón se veía que controlaba el tema, y la empresa funcionaba. J no tenía forma humana de aprovechar a P para nada. En su empresa no había marketing ni superejecutivos ni nada de eso. Pero le hizo un contrato en Régimen General de la Seguridad Social. Le puso una mesa y un ordenador. Y le dijo que estudiara, a ver si aprendía algo que valiera para la empresa. Le pagaba 1000 euros al mes, un salario de mierda si, pero para el que ha tocado fondo es mucho. Incluso le puso un coche de empresa para que pudiera ir a trabajar, porque había vendido el coche.
Esta historia no es un cuento, ni una anécdota. Es real.
Ahora, a veces, me cuesta recordar que J es un auténtico empresario cabrón.

lunes, 11 de julio de 2011

Aún quedan románticos

Se subastaban un viaje a Brasil y otro al país de los Ayatolás. Supongo que todos os habréis imaginado cual me ha tocado a mi. Efectivamente.
Así que he estado una semana con internet censurado, sin poder entrar en blogs, ni en el Caralibro…en nada. Y eso que resistí las ganas de bajar del avión gritando “¡alcohol y mujeres, ¿dónde está la farra?!”. Eso sí, algunos ratos silbaba bajito la canción de Siniestro de Ayatolá no me toques la…
Total que ahí anduve yo, vuelta para arriba y para abajo en el país ese. Con los del negocio del pollo frito. Gente seria y bien relacionada con el poder, pocas bromas. Lo más alguna duda sobre si tenían tres mujeres y tal, pero no entraron al trapo.
Pero hete aquí, que en un momento dado me quedo sólo con uno de los técnicos de la empresa de pollo frito. Y él mira bien que estamos solos, y entonces empieza a toda pastilla: “sabes, yo es que no creo en Dios, yo creo en la democracia y en el bienestar económico. Yo soy un materialista, un comunista. Yo creo en Pablo Neruda y Loui Aragón, no en lo que creen estos. Yo creo no en el comunismo de la unión soviética, creo en la socialdemocracia escandinava…”
Alucinante, me he ido a encontrar a un comunista en el país de los Ayatolás. Hay que joderse. Y vale, que mezclaba muchas cosas y era un utópico. Pero a mi me hizo gracia y hable con el del Che Guevara y de Pancho Villa y luego le dije “tío, si estuviéramos en cualquier país de Europa te invitaba a una cerveza, pero aquí lo único que te puedo ofrecer es….¡Salud camarada!”
El tío casi se emociona, se me ha echado encima y me ha dado un abrazo de oso descomunal. “¡Salud!” me ha contestado. Luego han venido sus jefes y no hubo lugar para más.
Me hizo gracia encontrar un tío así.